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EL CAMINO (Cap.2)

  • Foto del escritor: Jorge Hernández Sierra
    Jorge Hernández Sierra
  • 27 oct 2021
  • 14 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct 2022

Noviembre 2020

La mañana de mi partida, no sentía emoción alguna. No me despedí con el suficiente cariño de mi perro Max y eso que ya tenía 14 años. No te abandoné, Maxi, te lo juro. Después de tanto luchar, honestamente creí que no lo lograría salir de esta pequeña ciudad, probablemente en el fondo eso quería, así podría seguir viviendo cómodamente hasta que mis padres se hartaran de mí, pero ya no había vuelta atrás, una aventura estaba por comenzar.


Permanecí ecuánime en el aeropuerto, yo creo que estaba en shock. A mi papá se le notaban los nervios en sus ojos de buldog y con justa razón, el planeta seguía en crisis y a pesar de que ya tenía 25 años, nunca he dejado de ser un bebé. Le preocupaba mi bienestar y probablemente también dudaba de mis habilidades de supervivencia. Mi mamá estaba como si nada, al menos eso parecía, tranquila y contenta, confiando en que todo saldría bien y en mí. Todos lo hicieron. Desde que tengo memoria la gente a mi alrededor lo ha hecho y honestamente no sé lo que ven. No lo digo con falsa modestia, es en serio. Sea lo que sea, me acostumbré a esa sensación. Llegué a un punto en el que, incluso, di por sentado el apoyo de cualquier persona hacia mí, como si me lo debieran. Ahora mismo les digo que no me deben nada, al contrario. Perdón por no ser reciproco. Si hiciera la suma de lo que les debo, no acabaría nunca.


Le di un abrazo a mis padres y a mis tíos, que se habían ofrecido a llevarnos al aeropuerto. Tomé las maletas cargadas de mi ropa favorita, medicinas y dos bolsas de frijoles refritos. Miré hacia atrás y me mandaron un beso. Todavía lo guardo en el bolsillo por si me hace falta.


Despegamos y vi las luces de Ciudad de México hacerse miniatura, siempre he querido ser una de ellas. Fueron 13 horas larguísimas al lado de un grupo de monjas que rezaban a cada rato, hasta me sentí juzgado por la película que estaba viendo. En fin, tres películas después, una comida insípida y mil rezos, llegué a Madrid, aún incrédulo. El aeropuerto estaba vacío, solo nos acompañaba el sonido de las rueditas del equipaje y los anuncios incomprensibles del altavoz. Eran las 5 de la tarde y el autobús a Sevilla salía a las 11 de la noche. Tenía hambre y sed, por suerte conservé una botellita de agua que nos dieron en el avión y todavía tenía los sándwiches que me preparó mi mamá. Me acerqué a un extraño para pedir indicaciones. No se podía estar en la terminal, así tuve que esperar 6 horas en la calle. En los alrededores de Barajas no hay nada más que un estacionamiento gigante. Comenzó a hacer un frío terrible y qué lento pasó el tiempo. Veía a los taxistas ir y venir, el mismo vago me pidió dinero tres veces. No quise alejarme, no sabía a qué hora era el toque de queda y elegí esperar.


Al fin llegó el autobús y con él un gran alivio, ya moría por un lugar calientito. Respiré profundo y me preparé para otras 7 horas de mal dormir, no poder estirar las piernas y respirar mi propio aliento con la mascarilla. En el trayecto me empezó a caer el veinte, llegaron a mi cabeza varios recuerdos mientras miraba por la ventana como si estuviera en un video musical. Recorrimos los alrededores de Toledo, Ciudad Real y Córdoba. Allí hizo paradas el autobús, hubo cambió de conductor y yo cambié de acompañante también; la primera era argentina, el segundo igual. “Suerte” me dijeron ambos al despedirse, mostrando esa honesta solidaridad latina.


Al bajar, Sevilla me recibió con llovizna, no le di mucha importancia, había llegado y eso era lo que quería. Coticé un Uber, carísimo. La segunda opción, según Google, era el autobús número 13, el que pasa en Plaza del Duque. Caminé por el centro, arrastrando los 23 kilos y cargando otros 10 en la espalda. Aún no salía el sol, sin embargo, la belleza de las calles empedradas, angostas y con balcones, me llenó de ilusión. Empezaba a reconocer que había llegado a Europa. Encontré la parada del autobús justo a tiempo, pero el chofer no quiso aceptar mi billete. A las 7 de la mañana solo pude cambiarlo en un bar que tenía paletas de jamón serrano colgadas y un delicioso olor a café. El casero me empezó a escribir desesperado para saber dónde estaba y que tenía prisa. Tomé el bus y caminé otras tres cuadras para hallar el edifico. Yoshua estaba en la entrada y ni hola me dijo, abrió la puerta, me dio las llaves y se largó. Terrible error que cometí al elegir ese piso.


Mareado por no haber comido nada más que un sándwich en 13 horas, bebí agua de la llave, después googleé si se podía. Me tumbé en la cama y dormí un poco, estaba deshecho. Dos horas más tarde tocaron a mi puerta. Era David y Manuel, mis compañeros de piso. Uno de Guadalajara (el de España) y el otro de Valladolid (también de allá). Altos y guapos los dos cabrones, me dieron consejos y me enseñaron dónde hacer la despensa. Compré tres kilos de papá en oferta, pan Bimbo para no extrañar México y unas sopas instantáneas. Dije tres palabras y el cajero luego, luego supo que era mexicano. Viví en un barrio de migrantes latinos y africanos. Cada vez que salía a la calle, me llenaba de cumbias y lenguas extrañas. Hay un bar a la mitad de la cuadra en donde se juntan los tres continentes, unidos por la cerveza y las ganas de estar bien. Los niños juegan, los padres beben, todos hablan alto y ríen fuerte. El pintoresco barrio de la Macarena.


La lucha contra la burocracia aún no estaba ganada, solo tenía permiso para estar tres meses, así que necesitaba tramitar mi tarjeta de identidad, terminar la inscripción al máster y abrir una cuenta en el banco. Ese papeleo me hizo recorrer todo Sevilla, primero a pie, después en bicicleta. Un ruso me vendió un viejo cacharro que pensé usar para ser repartidor de comida, pero incluso para eso tienes que hacer un trámite larguísimo. Se descompuso dos días después y terminé vendiéndola a un tercio de lo que me costó. Volví a depender de mis zapatillas y Google Maps. Bajo el sol de la ciudad, hermoso pero muy fuerte, me perdí mil veces entre callejones, palmeras y naranjos. El rio Guadalquivir era mi referencia para llegar a casa y mi lugar favorito cuando quería recordar por qué estaba allí. A donde fuera pedía indicaciones y consejos, algunas personas fueron amables, muy majos dirían por allá; y a otros les ofendía mi ignorancia.


A fin de mes, logré cocinar arroz sin que se me pegara, me volví amante de las berenjenas y traté de copiar el estilo de vida español sin éxito, no podía desayunar solo una tostada con tomate triturado y colacao; necesitaba chilaquiles, pan dulce y café. A lo que sí que me acostumbré rápidamente fue a comer acompañado de una cerveza y beber vino a la orilla del río, lujos de un euro. Intenté disfrutar de los fines de semana y pasear sin rumbo fijo, pero tenía encima la presión de conseguir trabajo, el dinero que había ahorrado durante meses ya se me estaba acabado y aún no llegaba diciembre.


De camisita y corbata fui a todos los bares de la Alameda de Hércules, descargué todas las aplicaciones: InfoJobs, Job Today, Linkedin, la que se te ocurra, nómbrala y seguramente la tenía instalada en mi celular. Le preguntaba a todos los que conocía si no sabían de un empleo. Recibí muchas caras de lástima, una que otra burla y algunas recomendaciones. España depende del turismo, el toque de queda y las restricciones habían llevado a los comercios a la ruina. No sé por qué creí que sería fácil, tal vez fueron las películas o de nuevo las historias de amigos que de migrantes se convirtieron en residentes gracias a la hostelería.


Diciembre 2020

Hubo una clase presencial a la que no puede ir porque tenía cita en las oficinas de extranjería para solicitar un documento que me permitiría solicitar otro y con ese empezar el trámite del permiso de estancia. Después de esa clase dieron el anuncio de que el máster sería online hasta nuevo aviso. Las predicciones fueron atinadas: vine a España a encerrarme. Traté de mantener el ánimo, no volver al frenesí de desesperación y berrinche. Me conectaba a las clases alegre y participaba, al cabo de dos semanas dejé de hacerlo. Mirar una pantalla y no ver rostros durante horas es agotador, las clases se convirtieron en un podcast larguísimo ilustrado con un PowerPoint.

Yo solía ser una persona llena de confianza, de las que hace amigos con facilidad. Este no fue el caso, tenía el espíritu roto y ya muy desgastado por las decepciones, la soledad e irse a la cama con la barriga vacía. Nunca había sentido la severidad de la realidad, apenas estaba aprendiendo a vivir. Sabía lo privilegiado que era, pero no lo entendía. No hice el intento por conocer a ninguno de mis compañeros, tampoco ellos. Además de las muertes y la crisis económica, una de las peores consecuencias de la pandemia es la apatía. Se nos olvidó cómo socializar, perdimos interés en el otro.


A unos días de navidad, me inundó la añoranza. Cerraba los ojos tantito y veía una gran mesa hecha por varias mesas pequeñas y sillas de diferentes tamaños; la ensalada de manzana, el espagueti bien cremoso del mi tío Fer. Era mi época favorita y no quería pasarla solo. Mi tía Kary me había dicho que, si necesitaba un vuelo, ella tenía puntos en una aerolínea. Decidí tomarle la palabra para ir a visitar a Gaby en Estocolmo. Mi prima se mudó allí hace tiempo con su novio Kent.


Llegó el día del viaje y esta vez sí estaba ansioso, no pude dormir de la emoción y también por el escándalo que se armó fuera del edificio: unas chicas de barrio se la pasaron gritando y pelando. David me llevó a Madrid a las 4 de la mañana, él iba a ver a su familia en Guadalajara. Nos hicimos amigos en el camino. Ya en el aire, el piloto dio el mensaje de que estábamos a punto de aterrizar y de la nada se sintió una horrible turbulencia, aumentó la velocidad y el estómago se me revolvió. Cayeron las mascarás de oxígeno, el piloto con la radio todavía encendida gritó “¡hostia puta!”. Los pasajeros nos miramos unos a otros sin saber cómo reaccionar. Hasta que se estabilizó el avión, botaron las risas.


En el aeropuerto se supone que iba a estar mi prima esperándome. No fue así, quedó atrapada por el trabajo y no podría llegar. En cuanto puse un pie fuera de la terminal, sentí un frío profundo y generalizado, había olvidado mi chamarra de invierno en Sevilla. Una anciana finlandesa me vio desorientado y me ayudó a encontrar la estación del tren, incluso me acompañó un rato mientras me contaba sobre su esposo y que ella conocía Acapulco. Yo creo que era un ángel. Me perdí de nuevo en Uplands Vasby, la temperatura me estaba matando. Errante y sin internet, me encontré con Gaby de milagro. La abracé con fuerza y al fin, después de un año de lucha y estrés, sentí paz. Suecia recargó mis energías, los sueños y ganas de seguir con esta idea loca de pasar la pandemia en el extranjero.


Arquitectura puntiaguda y casas de colores pastel; lagos congelados y nevadas repentinas, esta era la experiencia que soñaba. Pasé las fiestas con gente de todas partes: Holanda, Grecia, Sudán, Argentina (estos están por doquier), unidos por la búsqueda de una vida significativa. Fueron días hermosos.


Enero 2021

Regresé sin dinero para pagar la renta. Las comidas volvieron a ser muy ligeras y siempre las mismas: arroz, pasta y papas. Salía a buscar trabajo todas las mañanas y por las tardes tomaba clases. Llegó el momento de aceptar que no iba a suceder, no encontraría empleo.


Desde noviembre les estaba ocultando la verdad a mis papás, les decía que todo iba bien, que comía rico y saludable. Con la cola entre las patas, le marqué sollozando y decepcionado de mí mismo; arrepentido por tan malas decisiones, siempre precipitadas. Me respondieron que no tenía nada de qué preocuparme, que ellos se encargarían del alquiler. Eso me hizo llorar aún más, llevo toda la vida siendo una carga para ellos y ahora en euros, la culpa me carcomía y me desmoroné al enterarme de que tenían COVID. La mitad de la familia se enfermó y murió uno de mis tíos. El tío René, el de rancho, el que no escatimaba en festejos y en cuidar a su familia. Bromista, valiente y amante del buen comer, vivía para sus hijos y mi Tía Gris; la mujer más fuerte que he conocido, la vi quebrarse a través de la pantalla en un rosario virtual. Te extraño, tío. Y a ti tía, solo quiero decirte que te amo y sé que estarás bien porque eres de acero.


Febrero 2021

Mis papás sobrevivieron, a partir de entonces juré no pedirle nada más a la vida. El destino ya me ha concedido la más grande bendición.

Los otros dos mexicanos del máster decidieron venir a Sevilla, no sé qué los motivó, espero no haber sido yo. Sara y Jorge, mi tocayo, fueron mis vecinos. Las cervezas y el vino nos convirtieron en hermanos. Me ayudaron sin condiciones, le pusieron fin a mi soledad, ellos y Luli, una chica argentina relinda como dicen allá, que se volvió a la Plata antes de terminar el máster. Leer lo siguiente con acento argentino: ¿cuál es el punto de estar viviendo en España si las clases son online?, dijo Luli una noche copas y la semana siguiente se subió al avión.


Tenía mucha razón y estuve a nada de hacer lo mismo, pero recordé que firmé un contrato hasta julio y no quería perder el depósito de 400 euros que le hice a Yoshua, maldito ladrón. El tipo se quedaba con el depósito de sus inquilinos, se lo hizo a David y Manuel. Yo no fui la excepción. Aprovecho para mentarte la madre.


Después de la partida de David y Manuel, llegaron dos chicas de Republica Checa: Patricia y Michaela. También se unió Miriam, una española de Huelva. Al principio convivíamos amigablemente, pero pasó el tiempo y se adueñaron del baño, la lavadora y la cocina. Me sentía atrapado, como en una maldita prisión. Era el mismo piso, pero distintas casas. Por la mañana era de todos, aunque la mayoría de las veces del que se levantara primero. Si las sábanas se te quedaban pegadas, desayunabas al último. Solo había dos hornillas en la minúscula concina. Rara vez me ganaban, pero sí llegó a suceder. Entonces tenía que quedarme en mi cuarto, atento a cada sonido para identificar si Patricia ya iba a terminar su desayuno o si Miriam había terminado de cagar para poder usar el baño.


Marzo 2021

En un botellón fui a orinar con las manos sucias y me provoqué una prostatitis. Es la peor sensación física que he sentido en mi vida, durante un mes no pude orinar bien y todo el tiempo tenía ganas de hacerlo. Como si alguien me estuviera apretando, el ya saben qué, todo el día. Y como Patricia, Michaela y Miriam ocupaban siempre el baño, el problema se agravó. La desesperación me llevó al límite, no le deseo este malestar ni a Yoshua. Las pastillas que me recetó el doctor no fueron eficaces. Encima, decidí, otra vez precipitadamente, hacer un viaje a Madrid. Tenía que renovar mi pasaporte y me pareció la oportunidad perfecta para conocer la ciudad que me había recibido de mala gana hacía unos mesas.


Parado frente a la Almudena, un poco harto de acomodar mi itinerario a los caprichos de Jorge y Sara, solo podía pensar en mis padres; se persignarían y le tomarían fotos chuecas que mandarían de inmediato al grupo de la familia. Yo lo hice por ellos, cada lugar, calle y monumento, me recordaba que tengo una deuda incalculable, no solo con ellos. Mi primo Paco me mandó dinero para que disfrutará del viaje. Lo hice y les juro que lo aproveché tanto como pude.


En Málaga llegamos al hostal más asqueroso y con los huéspedes más raros que había visto: una fumadora compulsiva que temblaba todo el tiempo, una señora en bancarrota que nos robaba comida, un chico que no se quitaba los audífonos ni para bañarse y el dueño del lugar era un viejo sordo y gigantesco. Me harté de Sara y su lentitud, me cansé de que Jorge quisiera planear cada detalle, entonces me fui a la playa, recorrí la ciudad solo, orinado donde podía y comiendo en los lugares más baratos. Málaga me recordó Veracruz, la ciudad en la que fui más feliz.


Abril 2021

Pasé mi cumpleaños 26 bebiendo en el Parque del Alamillo junto con Marina y Silvia, estas sevillanas hacían todo lo posible para que me la pasara bien. Gracias por sus atenciones y noches de copas. También estuvieron Jorge y la chica que conoció en Tinder. Sara no podía faltar y tampoco Fanny, otra mexicana que encontramos por casualidad y se volvió ángel guardián. Gracias por tu ayuda. Entre todos lograron un día especial y siempre lo atesoraré. En la reflexión post fiesta, justo antes de dormir entendí que nada nunca es como lo imaginas, a veces es peor, pero casi siempre es justo lo que necesitas.


Mayo 2021

El verano amagaba su llegada y los bares empezaron a vender caracoles y cabrillas, bien saladitas y con un caldo en verdad sabroso. Una vez más, gracias a la caridad de familia y amigos, pude realizar un viaje a la playa. Especialmente la familia Bates. Gracias por permitirme conocer Cádiz, un pequeño pueblo con blancos edificios y lindas playas; pintoresco, estrecho y algo descuidado. Comí tortillas de camarón, pescado frito y refresqué mi garganta con muchos tintos de verano. Vi el sol hundirse en el Atlántico, listo para iluminar el otro lado, donde estaba mi hogar. En ese momento, las situaciones en las que estaba envuelto no parecían tan complicadas, así que respiré profundo y sentí la brisa fría que viene con la luna.


Junio 2021

Las clases del máster habían terminado y, la verdad, sentí que me quedaron a deber. A mi parecer fueron muy pocas y algo reiterativas, demasiadas grafiquitas sobre el viaje del héroe y no tantas puestas en práctica, creo que no escribimos lo suficiente. Y, claro, también acepto que no fui un gran alumno y estoy muy lejos de ser un buen escritor, mis ideas no son originales y me falta mucha por aprender. Sin embargo, no puedo evitar sentirme algo decepcionado después de todo lo que tuve que pasar para llegar ahí. Aunque agradezco el esfuerzo de los profesores, sobre todo en la primera parte del curso, cuando eran en línea.


Así que desmotivado, mal comido y casi siempre ebrio, comencé a escribir mi Trabajo Final de Máster, una miniserie inspirada en la vida de mis abuelos. La verdad no le hice justicia a su historia, espero me perdonen allá arriba, porque les juro hice lo que pude.


Julio 2021

Mi piso era un infierno, tanto por los que vivíamos allí: las dos checas, una amiga suya, Miriam, su novio y yo, como por los 40 grados que hacía todos los días. Por eso tomaba cualquier oportunidad para estar fuera de esa madriguera, me refugiaba en las bibliotecas públicas y parques con palmeras y jacarandas, pasaba el día bajo las flores moradas o disfrutando del aire acondicionado de aquellos hermosos y antiguos edificios en los que se respira conocimiento.

La Eurocopa y las Olimpiadas recargaron mi espíritu y me recordaron lo grandiosos que podemos llegar a ser. Siempre he creído que los deportes son la máxima expresión de capacidad física y mental. Ver a adolescentes batir récords y hacer historia, me hizo sentir inútil, pero también me inspiró más que nunca. A pesar de que no soy tan fuerte o hábil, prometo dar lo mejor de mí, así como ellos.


El día 30 llevé todas mis cosas a casa de Sara, me quedé con ella y Jorge hasta al día de mi vuelo, ambos me cuidaron cual hermanos y nunca olvidaré todo lo que hicieron por mí, lamento no haber sido recíproco.


Agosto 2021

Yoshua solo me devolvió la mitad de mi depósito, no quise pelear, solo le di las gracias. Hoy extiendo esta gratitud, porque de no ser por él, me hubiera perdido de grandiosas lecciones de vida: hay que leer bien los contratos, ser respetuoso, compartido y humilde. Perdonar es mejor que odiar, no tiene caso pasar la vida con rencor. Te perdono, Yoshua, solo quieres dinero, igual que todos.


Entre las ganas de regresar a México y la prematura nostalgia de dejar la cuidad que fue mi hogar por casi un año, estuve recorriendo mis lugares favoritos. Conocí a mí alumna británica (le daba clases de español en línea). Su nombre es Emma. No voy a negar que me gustó un poquito. Vaya timing.


Pasé mi último día en el pueblo de Silvia, Alcalá de Guadaíra, comí un serranito gigante y despedimos el sol en una colina. Abracé a mis amigas con la promesa de volver y esa es mi intención, pero esta vez con la cartera llena y el corazón repuesto. Subí al avión satisfecho, liberado de banalidades, reproches y peleas sin sentido. Sin nada más que bellos recuerdos de paisajes, caricias, sabores y carcajadas. Orgulloso de una vez más hacer lo que quería, a pesar de los obstáculos, crisis y pandemia. Definitivamente no fue como imaginé, pero vaya que me hizo crecer.


Hoy

Estoy de nuevo en la ciudad de la que sueño escapar, pero ya no con urgencia y desdén, más bien con cariño y gratitud. Me esfuerzo todos los días por no olvidar lo que aprendí y no ser jamás el niño berrinchudo y loco de ayer. Aunque lo último tal vez nunca se me quite. Ahora camino con paciencia y fe, haciendo pausas para mirar alrededor y respirar profundo. Solo me queda dar las gracias a todos, sin excepción, y seguir adelante… siempre.


A mis papás,

por apoyar cada una de mis locas decisiones, perdonar mis reclamos y todos mis errores. Gracias por sus sacrificios. Les juro no serán en vano. Lo voy a lograr, no sé cómo, pero así será. Viajaremos por Europa y yo pagaré la cuenta, cenaremos en Venecia y visitaremos todas las catedrales que quieran. Los amo mucho, son lo mejor que me pudo haber pasado.

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