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LOS PASOS AL MAR

  • Foto del escritor: Jorge Hernández Sierra
    Jorge Hernández Sierra
  • 8 oct 2021
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct 2022

Fue el día que cumplió 10 años. Caminaba entre arbustos, ramas secas y grandes raíces que se convertían en obstáculos. Nada alteraba su ánimo, seguía avanzando con calma y sin detenerse, regresar no era una opción. Sus patitas le reclamaban novedad y estas tierras no se la ofrecían. La vida de la tortuga estaba llena de paz, tal vez demasiada. Sabía perfectamente dónde estaban los mejores dientes de león y las hierbas más nutritivas; encontraba sin dificultad los caracoles más viscosos, los comía una vez a la semana, y pasaba el día su roca favorita, tomando el sol. Lo tenía todo menos aventura, así que caminó sin mirar atrás.


Pasaron los días y el paisaje ahora sí era desconocido, incluso el aire cargaba un aroma distinto. El sol que siempre le había gustado, ahora era muy pesado y como no había una dirección específica, empezó a desesperar. De repente, ya no parecía tan buena idea seguir adelante. Recordó los dientes de león despelucados por el viento y los pequeños fragmentos volátiles pasando por su cara, solía atraparlos con placer. Se detuvo a decidir en silencio, alzó su largo cuello y se quedó inmóvil, escuchando al planeta, que nunca se detiene.


El flujo de un pequeño riachuelo calmó su alterada cabeza, se acercó a tomar agüita y resbaló un poco con una piedra lisa. Su espíritu atrevido revivió con ese desliz. Tomó una gran hoja de palma, la puso en el agua para usarla como tabla de surf y se arrojó en ella, sintiendo toda la velocidad que se le había negado naturalmente. La emoción se apoderó de sus sentidos, las plantas golpeaban su rostro, pero no le importaba, se creyó invencible por unos instantes. Al menos hasta que salió disparada hacia una poza profunda, incluso dio una voltereta en al aire antes de caer al agua. Llegó al fondo de la poza de agua era cristalina y fresca, salió a la superficie, extasiada, llena de convicción y valor.


Mismo que fue puesto a aprueba de inmediato porque la noche estaba cerca y, con ella, el frío y la duda. Las noches eran cada vez más heladas, así que se vio obligada a cavar un hoyo, pero sus patas temblaban del cansancio. La empresa le tomó una hora y a cada rato miraba al cielo. La luna asomaba la mitad de su cara a través de un árbol, como si la estuviera vigilando. La tortuga, embelesada por ese mirar, continuaba cavando, inspirada por su luz.


A partir de ahí el camino se hizo un poco más ligero, pues los senderos comenzaban a secarse por la entrada del invierno y facilitaba la movilidad. Convencida de las decisiones que había tomado, seguía avanzando hacía quién-sabe-dónde. De pronto, sus lentos, pero firmes pasos fueron distraídos por el canto de los pájaros mezclado con unas alegres y tiernas voces infantiles. Nunca había escuchado algo semejante, eran risas muy contagiosas, de tal manera que la tortuga decidió ir tras ellas.


Eran dos niñas y un niño con trajes de scouts, tal vez tenían poco más 6 de años. Jugaban a explorar, estaban poniendo en práctica lo aprendido en sus tres clases de escultismo que su padre les obligó tomar. La tortuga se acomodó cerca de unos arbustos secos y, sin querer, los movió un poco. La niña más pequeña estaba recolectando ramitas para poder hacer una fogata más tarde, percibió el movimiento y volteó por instinto. Se acercó con cuidado y vio el mosaico amarillo con negro de la tortuga; llamó a sus hermanos, quienes llegaron de volada, gritando de emoción. Tocaron su caparazón y decidieron, tal vez sin malas intenciones, pero sí con mucha ignorancia, llevarla a casa para sustituir al perro que se había perdido unos meses atrás. Al tomarla bruscamente, la tortuga sintió el mayor de los miedos, una terrible impotencia y la inmediata certeza de que sus sueños estaban siendo arrebatados.


Mientras era transportada contra su voluntad, recordó la luz de la luna, sacó su cabeza y mordió el dedo gordo del hermano mayor. El dolor le hizo lanzar con furia a la tortuga, que rodó en el suelo varias veces antes de quedarse boca arriba. El niño iba directo a cobrar venganza, pero sus hermanas lo detuvieron y tuvo que conformarse con unos insultos incomprensibles para ella.

El impacto y el susto la paralizaron durante un buen rato. Pensó en casa, en lo bonita que era la quietud. Por sus ojos pasaron las tardes de verano junto al lago, allí jugaba a ser cocodrilo. Cuando regresó en sí, giró hacia un lado para poder reincorporarse. Falló. Lo intentó de nuevo y el resultado fue el mismo, parecía imposible. Patas a arriba, escuchó a lo lejos el reventar de las olas contra las piedras. Respiró profundo. Último intento: se inclinó hacia un lado para coger impulso y con fuerza llevó su cuerpo en la otra dirección. Agotada, pero no rendida, se alejó de ese lugar.


Y así, guiada por el olor a agua salada, llegó a una playa pequeña, libre y solitaria. El agua era turquesa y la espuma muy blanca. A los lados estaba contorneada por rocas en las que habitaba todo tipo cangrejos y diminutos peces. Llegó justo a tiempo para ver el sol caer, tomó posición para el espectáculo de colores y cuando la última luz rosa se fundió con el mar, las olas se echaron para tras, como haciendo una reverencia. La tortuga saludó con la misma solemnidad. Miró la luna, respirando entrecortado, tratando de contener la emoción. Temblaba. Este momento rebasaba todo lo que había vivido, esos dolores, frustraciones y suspiros largos eran ya una anécdota.


Encantada por lo que veía, eligió la playa como su nuevo hogar. Deambulaba, día tras día, con la dicha de que todo era nuevo: la vegetación, olores, aves y crustáceos. Tenía tiempo de sobra, había dejado de comer semanas atrás, su hibernación requería del estómago vacío y, en realidad, no le importaba más.


Al ocaso siempre llegaba puntual, a recibir a la luna, quien usaba la marea para advertirle que debía pasar el inverno en otra parte, en su hábitat; pero la tortuga sentía todo lo contrario, pensaba que esas olas juguetonas eran su forma de decir: “quédate conmigo”.

Así lo hizo, cada noche llevaba las más bellas y exóticas hojas o alguna piedra que encontraba linda. Las arrojaba al mar esperando una respuesta. La luna hacía el oleaje violento y la tortuga reía con encanto, creyendo que la hacía feliz.


El 31 de diciembre hubo un atardecer rojo, el viento helado y alborotado hizo que la arena se levantara en una danza alrededor de la tortuga, ella esperaba pacientemente a su amada, esta vez no trajo regalo. El cielo pasó de rojo a naranja, de naranja a un pálido amarillo y finalmente azul. La luna se mostró magnífica, completa y fuerte. Detuvo el aire, calmó el mar en su totalidad, sin olas ni espuma, solo ondulaciones, propias de la previa agitación. Su luz se reflejaba en el agua y apuntaba en línea recta a la tortuga, esta asintió con respeto, suspiró profundo y le regaló una última sonrisa.


Para Rodrigo,

brindo por los esfuerzos que parecen inútiles, la entrega total y mal entendidos. Intentar es un acto de valentía sin comparación. Espero, algún día, ser tan valiente como tú. Te amo.

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