top of page

Toro Rojo

  • Foto del escritor: Jorge Hernández Sierra
    Jorge Hernández Sierra
  • 24 feb 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 29 oct 2022

Tal vez por casualidad o quizá era el destino, pero sus padres lo nombraron Sergio. Sí, igual que el piloto. Todos en el pueblo, naturalmente, le decían Checo, Chequito la mayoría de las veces. Aunque ni él ni sus padres sabían de la existencia de la Fórmula 1, simplemente sonaba bien.


Chequito conoció a su tocayo hasta que su abuelo, tras la muerte de su esposa, Margarita, se mudó con ellos. El abuelo, siempre bien vestido y con zapatos boleados, miraba la Fórmula 1 los fines de semana, un hábito que se le quedó de sus años de mesero en la Ciudad de México. Quería ser como la gente que iba a los restaurantes con ropas caras y lentes de sol; bebiendo cerveza en la terraza y conversando sobre el tenis, golf y los autos. Escuchaba cómo hablaban, aprendía la forma en que cruzaban la pierna al sentarse, investigaba sobre sus gustos para poder hacer, de vez en cuando, un comentario al respecto mientras acomodaba las bebidas en la mesa. Tenía ensayadas sus líneas. Casi siempre elogiaba a Fittipaldi, pero después de escuchar las carreras en la radio, se aprendió el nombre de todos los pilotos de la parrilla.


Un domingo por la mañana, Chequito despertó temprano para ver Dragon Ball, era su ritual de fin de semana, sin embargo, se encontró con el abuelo, ya vestido y perfumado, mirando el gran premio de Mónaco en la pantalla que les regaló el gobierno, porque podrán comer lentejas toda la semana, pero jamás dejarán de ver telenovelas y deportes.


Resignado y sin nada más qué hacer, se sentó a su lado. Vueltas y vueltas, nadie rebasaba a nadie y nadie alcanzaba al de hasta adelante. Chequito no entendía por qué tanto alboroto, lo único que le gustaba era lo rápido que cambiaban los neumáticos en los pits. Aun así, se quedó hasta el final, se sentía cómodo con su abuelo. Su padre trabaja hasta tarde y llegaba solo a exigir comida, su madre no tenía tiempo ni para ella, pues cuidaba de todos y de la nueva “bendición”. Mati se unió a la familia 12 años después, Chequito quería quererlo, pero no le nacía todavía el cariño.


Al día siguiente, el camino a la escuela fue diferente, aunque era la misma tierra, incluso el mismo fétido olor de la zanja que acompañaba el sendero, la experiencia cambió para Chequito. Esta ocasión puso atención a los movimientos de su bici, a la fuerza que usaba al pedalear y cómo acomodaba su cuerpo.


El apestoso camino contorneado por sauces llorones, casuchas y perros sin hogar, entroncaba con una olvidada carretera llena de baches y grietas, era una larga e inclinada pendiente en la que Chequito solo dejaba ir, concentrado al máximo en el camino y, por vez primera, en la forma en que las llantas se hacían uno con el pavimento. El viento helado siempre le sacaba una lágrima del ojo izquierdo. Ya cerca de la secundaria Benito Juárez había una curva, al verla recordó que los pilotos se abrían hacia un lado para después tomarla más rápido y sin salirse de la pista, Chequito lo replicó y una mueca de satisfacción se dibujó en su rostro.


El 8 de diciembre, Chequito cumplía 13. Esa mañana no se despertó temprano, estaba esperando a que sus papás lo despertaran con las mañanitas. No sucedió. Escuchó ruido en la cocina y salió en busca de felicitaciones y abrazos, pero su madre preparaba el desayuno como de costumbre y su padre seguía dormido. Preguntó por el abuelo, era domingo de carrera y esperaba verla con él, pero al parecer había salido de casa temprano. Se sentó en el sillón a esperar, aguantó tres minutos y se levantó enfurecido, se puso sus Converse rotos y salió de la casa. Se estaba subiendo a la bici cuando un bocho amarillo se estacionó enfrente de él, bloqueando su camino.


- ¡Súbete, mijo! – dijo su abuelo, bien vestido con camisa, suéter y boina.

- ¿Y este carro? – dijo Chequito corriendo emocionado.

- ¡Ándele vámonos! Que tenemos que regresarlo temprano.


Chequito miraba los árboles por la ventana, se imaginaba corriendo a la misma velocidad que el auto, brincando y esquivando obstáculos. El paisaje fue cambiando poco a poco y Chequito empezó a sospechar. Llegaron a la Marquesa. Incrédulo, respirando agitado, miró a su abuelo y él solo asintió con la cabeza. ¡Go karts!


Había mucha gente formada, Checo Pérez había ganado el gran premio de Sakhir y todos querían ser como él. Retransmitieron la escena una y mil veces en la televisión, fuegos artificiales en el cielo y un mexicano alzando las manos con gloria. Chequito miró a su tocayo en la pantalla. Ahora era su turno.


Nervioso, limpiaba sus manos en el pantalón, pero el sudor las cubría de nuevo. El corazón latía como tambor, el rugir de los motores, el olor a llanta quemada y su abuelo mirando alegre en la grada. Aceleró y se asustó con el jalón del Kart, no quiso acelerar al máximo y todos lo rebasaron, le gritaban que mejor saliera de la pista. Comenzó a llorar, miró a las gradas y su abuelo seguía aplaudiendo orgulloso, entonces se subió el moco y pisó a fondo, recordó la bajada de su pueblo y tomó la curva rápidamente. Una chispa recorrió su cuerpo y se olvidó del tiempo, tanto que, al cabo de un rato, solo le quedaba una vuelta para terminar su turno en la pista. Cerca del final, la puerta del circuito estaba abierta. Chequito la vio y no lo pensó, simplemente lo hizo, salió del circuito con el Kart. Atravesó el estacionamiento, esquivando autos y derrapando con destreza. Se lo llevaría a casa, quería enseñárselo a sus padres. De la nada el bocho amarillo se puso en su camino, justo antes de la autopista, Chequito no pudo evitarlo y se estrelló con él. En shock y sin poder moverse, Chequito estaba a punto del desmayo, lo último que recuerda es a su abuelo llevándolo en brazos. Huyeron del lugar y el video de Chequito en los Karts llegó a las noticias.


<< Piso duro, piso fuerte, no voy rápido, ¡voy en chinga! >> Repetía Chequito como un rezo antes de cada carrera, con el nombre de su abuelo grabado en el casco.


A Pedro y Javier,

los locos que me enseñaron a vivir; me cuidaron y me hicieron fuerte. Por esas peleas ridículas, los regaños que recibimos y los abrazos que nos dimos. Gracias por hacerme el hombre que soy. Nuestro amor es enorme, loco y fuerte como un toro rojo. Los amo.

Entradas recientes

Ver todo

Commentaires


  • Facebook
  • Twitter
  • Instagram

¡Perfecto! Ahora recibirás contenido antes que nadie.

bottom of page