ROCKMORE
- Jorge Hernández Sierra
- 26 sept 2021
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 29 oct 2022
Un hombre calvo de ojos saltones tratando de enamorar a su escort en la barra del bar. En la mesa del fondo, un oficinista con un traje viejo y holgado mirando por la ventana; y ya más cerca del escenario, dos borrachos con el rostro brilloso y los ojos rojos. Ese es el público de Sam todos los martes. Pasé por allí cuando estaba por terminar la última canción, justo a tiempo para ser el único que gritara: “otra, otra”. Para mi sorpresa, los dos briagos se unieron al coro. Después de la canción extra, Sam dio las gracias, tomó su guitarra y la cerveza gratis, pues eso y doscientos pesos era su paga. Compartió un trago conmigo y fuimos a casa a seguir siendo invisibles.
- ¿Qué pedo, no hay luz?
- Pues no, güey, no hemos pagado… ni la luz ni la renta.
- ¿Y ahora? – traté de encontrar la respuesta en su cara, pero no la podía ver.
Dejamos pasar unos segundos de silencio, tan solo con la tenue luz azul de la luna entrando por la ventana.
- ¡Hoy es la peda de Ale! – recordé súbitamente - ¿Quieres ir? Creo que va a haber comida y así.
- No mames, ¡vamos! Tengo un chingo de hambre – respondió Sam de inmediato.
Caminamos por las calles menos oscuras, como si eso nos fuera salvar de un asalto. Funcionó. Llegamos al metro a la hora en la que los verdaderos dueños de la ciudad llenan los vagones: trabajadores que terminan su jornada, prostitutas, artistas de calle, gente cansada y apestosa, todos compartiendo el mismo espacio, sin decir nada, sin siquiera mirarse. Puro sudor y manos sucias.
Al salir, el vapor oloroso de las garnachas nos hizo retorcer las tripas. Sabíamos, por experiencia, que esos tacos eran horribles, pero aquel día se veían suculentos. Continuamos de nuevo buscando la luz, eso hizo el camino más largo.
- ¿Qué vamos a hacer, güey? – dijo Sam, retomando el tema de nuestro fracaso como adultos.
- Tranquilo, ya después vemos. Hoy solo quiero ponerme pedo – contesté, cuando, en realidad, jamás había estado tan preocupado.
- Yo también, güey, pero, neta, necesitamos un plan.
- Tranqui. Todo va a salir bien.
Mentí, no tenía idea de lo qué iba a pasar. A decir verdad, tenía muchas ganas de llorar, pero el frío y las gotas del chipi chipi lo disimulaban muy bien. No dejaba de pensar en que tendría que regresar a casa de mis padres, humillado, y volver a ver a todas las personas a las que les prometí ser famoso. Casi, casi podía escuchar sus preguntas, sus frases de ánimo falsas y el patético: “¡échale ganas!”
Nos quedamos callados, acompañados por el sonido de nuestros pasos en los charcos, autos pasando esporádicamente y, conforme nos acercábamos a la casa de Ale, algarabía y un beat tentador, tropical y desconocido. Era obvio que estábamos en Coyoacán.
Ale vivía en una especie de vecindad llena de estudiantes, flores y paredes de colores chillones. Olía a mariguana desde la entrada y había luces de navidad colgadas por doquier. Ale nos abrazó con entusiasmo, sus mejillas ya estaban ruborizadas por el alcohol. Su cabello desalineado le iba bien, pero nada más hermoso que las palabras que vinieron después del saludo.
- ¡Pásenle! por allá están la botanas y unas aguas locas que me quedaron poca madre – señaló al fondo sin dejar de mirarnos.
- Va, ahorita vamos. ¡Gracias! – contestó Sam, simulando que esa no era la única razón por la que estábamos ahí.
Saludamos a unas cuantas personas más, pues no queríamos vernos desesperados. Pero en dos minutos ya estábamos devorando los bocadillos: mini tortas, papás fritas y sándwiches. Era el cielo, por suerte llevaba mi chamarra holgada y podía guardar unos cuantos sándwiches en las bolsas. Me di la vuelta y dando la espalda a la mesa, tomé algunos, los metí con calma en mi chamarra mientras veía a la gente pasar y les sonreía. Después fui por unas marinitas de mole, misma técnica, guardé una y deslicé mi mano por la segunda, pero sin querer tomé la mano de alguien. Volteé de inmediato, rojo de vergüenza.
- ¿Ah, también me vas a meter en tu bolsa? – dijo divertida.
De mirada inquieta y cabello azabache hasta los hombros. Pecas espolvoreadas en la nariz y los cachetes, el labio inferior mucho más grueso que el superior, ambos un poco resecos. Vestía una sudadera holgada y tenía solo un arete. Entre el impacto de su belleza y la vergüenza de mi pobreza, me quedé mudo, paralizado y con una muy rara sonrisa.
- No te preocupes, no le diré a nadie. Mira – sacó un sándwich de la bolsa de su sudadera.
Tomamos un par de cervezas, criticamos juntos a los hípsters que había en lugar y bailamos bien ridículos. Esta chica era extremadamente ocurrente, cada detalle era la perfecta ocasión para un comentario divertido. Mi madre decía que solo las personas inteligentes son graciosas. Si es verdad, pues ella es un genio.
Mientras yo reía con Moni, porque ya había tanta confianza y cariño que nos decíamos por nuestros diminutivos, Sam tomó una guitarra, reluciente y delicadamente cuidada, que estaba colgada al fondo de la sala. Hizo sonar un acorde y Ale, ya algo borracha bajó el volumen de la bocina y lo animó a cantar. Eso era lo que Sam quería desde un principio, ahora más que nunca.
Siempre me lo decía con los ojos húmedos: “cuando tocas y nadie te escucha, es como si estuvieras mudo, como si supieras la respuesta y no la pudieras decir”. Su voz era la respuesta y los dos lo sabíamos, tomé a Moni de la mano y nos acercamos a él. Siempre fanático, siempre a su lado.
Hizo un conteo y marcó el tempo con el pie, soltó un lindo acorde, con el que terminó de llamar la atención de la mayoría de los presentes. Comenzó a tocar y acompañó el sonido de la guitarra vocalizando en la misma armonía con los ojos cerrados. Respiró un poco y cantó y mientras más lo hacía, una sonrisa se apoderaba de él y de nosotros. Nos hizo balancear de lado a lado, tararear. Incluso algunos ya se habían aprendido una parte del coro. Todos aplaudimos y pedimos otra, se negó porque ya se había desahogado y sabía que, si tocaba una más, el mood de la fiesta cambiaría y terminaría pronto, así que volvimos al perreo.
La fiesta siguió y no dejamos de bailar. Al parecer, los tres necesitábamos esto, unas horas de no pensar, reír y llamar la atención. Moni llevaba años intentando vender sus ilustraciones, pero solo recibía likes. Una artista visual hecha y derecha. De las que pintan, toman fotos, trabajan con madera y cualquier material que le pongas enfrente, pero llevaba un año como mesera en un bar de Polanco llamado Rockmore.
Nos fuimos, ebrios y divertidos, en un Uber a las 3:40 de la mañana. El departamento de Moni quedaba más cerca, por metro Copilco. Al llegar, el conductor nos pidió el pago, porque era en efectivo. Obvio ninguno tenía con qué pagar. Nos bajamos y yo pretendí buscar mi cartera en la chamarra, miré a Sam, nos entendimos sin decir nada, tomó la mano de Moni, saqué un sándwich de mi bolsa y se lo aventé al conductor en la cara. Ellos corrieron en una dirección y yo en otra, el Uber me persiguió hasta una calle en sentido contrario en la que casi se estampa con un Tsuru blanco. No me detuve a ver. Le di vuelta a la manzana y me encontré con Sam y Moni en un parque. Jadeando, asustados, sudando, nos miramos y echamos a reír.
Esa noche, sin dudarlo, fue una de las mejores de mi vida. Me costó una cuenta de Uber y una tarjeta de débito bloqueada, pero valió la pena. Todo vale la pena por un nuevo comienzo.
Moni nos recomendó para trabajar en el bar, era una especie de hoyo Funky para gente rica. La cerveza costaba 100 pesos y había tragos con nombres como “watermelon temptation”, bien dulces, frescos y con frutita. Cada noche se presentaba un artista ya sea en ascenso o en decadencia, no siempre podíamos distinguirlos. Lo cierto es que siempre era una fiesta llena de personalidades exóticas. Incluyendo al dueño del lugar, Fero, un chavoruco de esos que hablan hasta por los codos, siempre vistiendo camisas floreadas, boinas y sombreros para ocultar su calvicie. Por las noches se hacía llamar Silvestre y tocaba el acordeón.
Era como ser parte de un mundo distinto, el mundo al que queríamos pertenecer. El tiempo pasaba rápido, pues andábamos en chinga. Aunque al final del espectáculo, bebíamos con los artistas, platicábamos como si los conociéramos de siempre; bromeábamos, coqueteábamos y, de repente, ya eran las 4 de la madrugada. Había que regresar a casa para darnos cuenta de lo cansados que estábamos y dormir hasta las 12 de la tarde.
Nos mudamos a un departamento más grande, ahora éramos tres. Las comidas seguían siendo terribles y por las mañanas se escuchaba el alboroto de kinder que se podía ver desde la ventana. Aun así, íbamos sonriendo por la calle, invisibles y muy lejos de lo que nuestros diarios pronosticaban que seríamos, pero con la sensación de ser diferentes.
A partir de las 8 de la noche éramos otros. Fero confiaba en nosotros y pasaba semanas sin ir al Rockmore. Le gente pensaba que el bar era nuestro, nos miraban con respeto y eran, en ocasiones, demasiado amables. A mí me encantaba, siempre quise ese tipo de atención. Incluso empecé a hablar diferente, a decir palabras sin sentirlas de verdad, solo para mantener la imagen de “tipazo”.
Sam conoció a otros artistas con la misma pasión, pero la mitad de su talento. Habló con sus managers, les enseñó sus canciones y consiguió dos tocadas en foros alternativos, de esos lugares con las paredes rayadas y luces de neón. Su público creció de tres viejos briagos a 15 personas, de las cuales 8 le prestaban atención. Lo bueno era que ya no solo le pagaban con chelas y el supuesto “darse a conocer”.
Moni empezó a salir con el fotógrafo de una banda chilena. El vocalista era chaparro y con la voz aguda, difícil de olvidar, usaba Converse y pantalones demasiado ajustados. Todos los miembros de la banda eran una copia de él, solo que en diferentes tamaños. El fotógrafo tenía más personalidad, una barba descuidada pero abundante, cabello al ras, playeras de bandas ochenteras y chalequito para guardar los objetivos de su cámara.
No lo voy a negar, verla irse con él cada noche era un puñetazo en el estómago. Llegaba al Rockmore en su moto tipo cross, la besaba enfrente de todos y yo sentía una bola en la garganta. A veces desayunaba en el depa, jugaba Xbox con nosotros y se iba a tomar fotos. La verdad es que ni podía odiarlo, porque Moni se veía muy feliz. Y eso es lo que me gustó de ella en un principio, esa capacidad de disfrutar todo lo que le pasaba. Además de que Dany, así se llama este pendejo, la conectó con unos amigos suyos para que pudiera exponer una de sus obras en una galería colectiva, pequeña e ignorada, pero al fin una galería en forma y no una improvisación en un café de la Roma.
Después de unos meses, el desencanto del nuevo trabajo al fin nos pegó. Los días comenzaron a ser muy parecidos, cada vez más agotadores. Los pies me empezaban a doler desde las 11 de la noche y para cuando cerrábamos el bar, mis rodillas estaban inflamadas. A ninguna persona de 23 años le deberían doler las rodillas así. Supongo que, con los desvelos y las horas de pie, el estrago en el cuerpo era inevitable. Suspiraba mucho y sonría menos. Miraba la luna cada vez que podía.
No tenía hambre y me bañaba con agua caliente, lo cual es lindo, pero ¿es suficiente? Me reconfortaba saber que no tenía que pasar 8 horas frente a una computadora, haciendo dinero para una compañía a la que no le importo en lo absoluto. Aun así, sentía que estaba desperdiciando mi vida, yo tampoco era libre y, además, mucho más pobre que todas esas personas de camisa y corbata.
¿Qué iba a pasar con nosotros? Los tres, aunque diferentes, sentimos con exagerada fuerza y drama todo lo que nos pasa. Yo escogí las palabras, Sam las melodías y Moni el pincel. ¿A dónde nos estaba llevando esta ingenua decisión?
Aparentemente… a ningún lado. Nos enteramos de que el Rockmore llevaba varios meses en quiebra, la renta en Masaryk no dejaba que hubiera ganancias. No lo sabíamos, ni lo esperábamos, Fero siempre llegaba alegre y decía que todo iba bien, nos felicitaba y nos regalaba una cerveza.
- Pues ya valió madres, chavos – dijo Fero, un sábado después de un show muy raro en el que un artista tocó disfrazado de vaca – la próxima semana es la última del Rockmore.
Nosotros reímos, nos habíamos acostumbrado a sus bromas.
- Es neta, ya no sale pa’más.
- No mames, Fero. Ya en serio – dijo Moni, entre preocupada y reclamando.
- Estuvo chido y todo, pero pues… – se notaba la preocupación en su voz – tranquilos, les voy a dar una lana para que tengan un colchoncito en lo que encuentran chamba. No es mucho, pero peor es nada, ¿no?
Nos miramos incrédulos, sin saber qué decir.
- ¡Déjame tocar aquí! – dijo Sam de repente – para despedirnos del Rockmore como debe ser – Moni y yo sonreímos sorprendidos. Fero hizo un gesto de aprobación y nos dio unas palmadas paternales.
Pasamos la semana preparando la despedida, invitando al que se nos ocurriera, mandando mensajes por todos lados. Hicimos historias de Instagram, creamos un evento en Facebook, incluso reabrimos Snapchat solo para invitar gente. Y al fin llegó la noche. Estrenamos ropa y brindamos con el vino más barato del Walmart.
- Podrá derrumbarse todo, pero nunca nosotros, ¿vale? Juntos desde el día cero y hasta que lo logremos – les dije antes de salir del departamento.
El Rockmore resplandecía de morado, las paredes estaban recubiertas con las ilustraciones de Moni y decenas de figuras que simulaban a las estrellas colgaban del techo. El escenario solemne: un banco, micrófono y una guitarra. Sam no necesitaba más.
Las horas fueron pasando y la gente comenzó a llegar. Esos amigos que solo ves en las fiestas, familia y compañeros de la escuela acudieron solidariamente al llamado. Las luces se apagaron y de repente se escuchó una tremenda ovación al ver a Sam en el spotlight. Él sonreía nervioso y saludaba, pero cuando sintió su guitarra en las piernas, solo hubo pureza y calma en su semblante.
Su voz resonó esplendida, el Inge Luna se encargó de que no hubiera fallas en el audio. En la última canción hizo un solo de voz fuerte y prolongado. El público aplaudió extasiado. Moni tiró de un lazo y las figuras de estrellas reventaron, dejando caer papeles y confeti, todos miraban al techo y aplaudían como niños en parque de diversiones. En los papeles había versos míos y en la parte de atrás un enlace a una página web.
Bebimos, bailamos y gritamos como en nuestra graduación de la prepa, Fero tocó el acordeón y abrió un Dom Perignon. Nos bañamos en espuma como pilotos de Fórmula 1. La fiesta siguió hasta que dieron las 5:40. El lugar quedó vació, sucio, como si hubiera habido un carnaval. Moni, Sam y yo estábamos desechos, ya casi crudos, sentados en el suelo del bar. Satisfechos, pero de nuevo asustados por la incertidumbre que vendría. Nos despedimos de Fero con un gran abrazo y caminamos por las calles de Polanco, aún a oscuras. Faltaba una hora para el alba y la luna seguía brillando con esplendor, a pesar de que empezaba a nublar.
- ¿Y entonces? – preguntó Sam - ¿Qué vamos a hacer?
- No empieces, Sam. Dormir, es lo que tenemos que hacer. Lo demás vale madres – contestó Moni, fuerte como siempre.
- Ya sé, ya sé. Solo... quisiera saber.
Yo me quedé pensando en esa pregunta. Siempre me la hacía en mis momentos más íntimos. Miré al cielo y por primera vez tenía la respuesta.
- Brillar, así como la luna cuando las nubes intentan taparla. Para eso estamos aquí, ¿no?
- ¿Y si no lo logramos? – respondió Sam.
- Lo intentamos otra vez.
Para Samy,
por todo lo que hemos vivido, por las dudas, lágrimas y rechazos. Los trabajos mal pagados, mariguana, burlas y aplausos. Nos ha pasado de todo y aún nos falta mucho, pero el mundo les pertenece a los locos como tú y yo; a los que lloran y se equivocan. Somos como la luna.
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